martes, 1 de diciembre de 2009

SABADOS LITERARIOS DE MERCEDES




EL AMIGO DE "ZAMPABOLLOS"

Acabo de redactar esta insólita crónica en presencia deun guarda forestal que me mira entre confuso, divertido y extrañado. Y, después de haber utilizado el capó de mi coche como improvisado escritorio al aire libre, cierro el ordenador portátil que aún se posa sobre él y me dispongo a marcharme.

Hoy es un hermoso día de Navidad. Me he levantado muy temprano y el sol luce radiante. Ya de camino hacia el Parque Natural, compruebo como la gente pasea en mangas de camisa. El milagro del clima mediterranéo. Una vez allí, mi coche queda aparcado en el límite de la entrada al parque y tomo a pie un sendero forestal encaminándome hacia el interior. A mitad del camino abandono la ruta y me adentro en lo más profundo: quiero tomar notas sobre las sensaciones que puedo sentir al observar el aspecto de la espesura del bosque en el que, por cierto, de las ramas no cuelgan carambanos ni mucho menos copos de nieve. Las notas servirán para emplearlas en la redacción de mi próximo libro.
Sentado bajo una encina, describo parte del bucólico paisaje que me rodea y, abstraído en la escritura, sólo escucho el armonioso concierto de sonidos naturales que me ofrece el campo. De repente noto una presencia, alzo la vista de la pantalla del ordenador y veo ante mí un pantalón de pana y unas botas camperas. Levanto la cabeza y compruebo que pertenecen a un hombre de mediana edad, alto y corpulento, que viste un jersey de cuadros grises.
–¿No se ha dado usted cuenta de que podía haber destruido la morada de uno de mis amigos? –Me espeta de sopetón. Aunque, eso sí, lo hace en tono educado y amable. Seguro que es uno de esos fanáticos entomólogos naturalistas.
Inquieto, me toco el trasero y exclamo:
–¡Leches! ¿Espero que no sea un nido de arañas?
– Las arañas no viven ahí pero podía haber sido una seta.
Habla despacio, de forma impersonal, sin poner énfasis ni emoción en sus palabras y, aunque su larga barba blanca y sus canas le dan un aspecto bonachón, me inquieta su actitud.
–¿Y que insectos habitan en las setas? –Le pregunto.
–Los duendecillos de la Navidad no somos insectos, señor.–Responde algo enfadado.
Es evidente que me encuentro ante un perturbado y que estoy a solas con él. Lo más prudente es dejar el lugar y volver al coche. Hago el ademán de levantarme pero el hombre me lo impide sujetándome por los hombros con sus manos fuertes y gruesas.
–¿Qué es esta caja, señor?–Se fija con interés en el ordenador.
–Es un ordenador portátil.
Le hablo desganado, preocupado y distante, pero él lo ignora y se pone en cuclillas, inclinándose hacia mí para mirar, fascinado, la pantalla luminosa.
–Es decir, que esa caja puede dar ordenes, ¿no es así?
Me doy cuenta que explicar a un ignorante las variadas funciones que puede desarrollar un ordenador sería peder el tiempo, así que trato de simplificar.
–Es una maquina de escribir, ¿comprende, usted?
Al mostrarle lo que tengo escrito, el extraño personaje mete, insolentemente, su cabeza entre la mía y la pantalla. Comienza a leer, en voz alta, lo que acabo de escribir:
El sol, al penetrar entre los claros del tupido bosque, produce unos tenues y espesos rayos de luz blanquecina que, al iluminar parte del follaje, crea un sugestivo efecto de contraste con las sombras que proyectan las espesas copas de los árboles. El olor que emana de la tierra es un penetrante bálsamo: una mezcla de musgo, tomillo, jara, romero y de otros aromas que me son desconocidos al olfato.
La gama de colores –verdes, pardos y ocres– que se presentan armónicos ante mis ojos, parece estar acorde con el sonido del viento que, silbando entre las ramas, es capaz de componer una perfecta melodía natural.
–¿Y, para qué sirve esto? –Pregunta decepcionado.
– Para que otros lo lean. Ese es mi trabajo; soy escritor.
–Los humanos sois contradictorios. Lo normal sería que viniesen aquí para ver, sentir, oler y experimentar unas emociones que son imposibles de ser trasmitidas de cualquier otra forma. Pero la mayoría de los intrusos que invaden nuestro bosque, sólo se dedican a tomar replicas del paisaje con sus inútiles y pequeños artefactos.
Me doy cuenta de que no es un mentecato: Es un entrometido que se está quedando conmigo, así que trato de dar la conversación por terminada.
–Mire usted señor, tengo que continuar mi trabajo y seguir tomando notas. Necesito privacidad y quiero estar solo. Espero que lo entienda.
–El bosque es de todos y, en cualquier caso, mucho más mío que tuyo. Pero no te preocupe, te dejare tranquilo.
Se retira unos cuantos metros, se sienta sobre un montículo y, entrelazando sus gruesos dedos, se rodea las piernas con los brazos por debajo de las rodillas y mira a su alrededor haciendo como que me ignora. Dura poco su quietud, ya que, en silencio y afanosamente, se pone a buscar bayas silvestres entre las zarzas del bosque comiéndoselas con deleite. Es imposible concentrarse teniendo a tan extraño personaje enfrente, así que comienzo a recoger mis cosas: Cierro el ordenador, me ajusto la mochila al hombro y me levanto lentamente, fingiendo cierta despreocupación para no dar sensación de temor. Él también se levanta y me lanza un puñado de moras.
–¡Cómelas! Están muy buenas.
Para no desairarle, alzo el brazo, atrapo unas cuantas con la mano y las pruebo: Están apetitosas. Su delicado sabor agridulce hace que, distraídamente, coma algunas más y meta el resto en el bolsillo de la mochila.
Cuando estoy de pie y dispuesto a marcharme, compruebo que el hombre se ha trasformado de forma espectacular: Se ha vuelto bastante más bajo. Ahora tiene la altura de un niño y luce el típico atuendo de los duendes de la Navidad: Blusón y calzas de bayeta verde, mocasines y el imprescindible gorro puntiagudo de color rojo.
–“Han sido las moras. Son alucinógenas”.–Lo digo sin mover los labios, deduciendo que esa es la causa de mi increíble visión.
Respiro hondo e intento no perder la calma: El coche no queda tan lejos y, por lo demás, no me siento mareado ni desorientado, lo único que me pasa es que veo como el hombre se hace cada vez más pequeño, hasta el extremo de que su actual tamaño es ya el de un muñeco de unos quince centímetros, lo cual me obliga a tener que acercarme para verle mejor. La energía de su voz suena acorde a su pequeña caja toráxica. Se da cuenta y me grita:
–¡Los humanos, además de contradictorios, sois incrédulos! Nunca habías visto un duendecillo de la Navidad y estás sorprendido ¿Verdad?
––¡Esas malditas bayas que me has hecho comer son las que me han drogado!
Sin intención de intimidarle le apunto con el índice y sigo hablándole.
–No me voy a dejar sugestionar ¿Te enteras? No podrás hacerme creer que eres un duendecillo del bosque. Sé que eres real y que tu aspecto y tu tamaño son normales.
–“Una fotografía es objetiva y en ella aparecerá tal como es” –Tras esta lógica deducción, saco mi cámara digital y tomo algunas fotos. A él le divierte tanto que, mezclando su desafiante actitud con unas ladinas carcajadas, comienza a posar adoptando diversas posturas: Grotescas, cómicas y arrogantes.
–¡Humano! Nadie te ha dado permiso para hacer eso pero no me importa. Es más, me gustan esos destellos ¿Sabes? Esa copia inmóvil de mí persona la han hecho también otros estúpidos con los que me he topado antes.
Lo de “copia inmóvil” me hace recapacitar en que debo tomar un video con el teléfono móvil: Será una prueba irrefutable. Así que, apresuradamente, capto algunos planos de sus traviesos movimientos.
Abandono el lugar sin volver la cara, lo más rápido que me permiten mis temblorosas piernas. Y, a pesar de la distancia que nos separa, aún puedo oír su voz apagada por la distancia que, en tono burlón, parece hacer una especie de conjuro:
–¡Invoco a los elementales del bosque para que hagan que esta noche visite tu casa mi amigo Zampabollos!
Confuso, aturdido y sin entender nada, comienzo a correr buscando el camino rural. Cuando encuentro la ruta, suspiro algo más tranquilo ya que, aunque continúo estando en el bosque, éste me parece ahora más cálido y hospitalario gracias a que me cruzo con un grupo de escolares escoltados por su monitor. Al llegar al sitio en donde tengo aparcado el coche compruebo que un guarda forestal parece estar esperándome junto a él.
–Aquí no puede usted estacionar, se ha dejado atrás la zona de aparcamientos del parque.
Comprendo que sería imposible pretender que este hombre crea lo que estoy deseando contarle y, mucho menos, que entienda lo que me pasa. Así que me contengo y le pido excusas mostrándome educado. Sacando el puñado de moras de la mochila, le pregunto.
–¿Sabe usted si son comestibles?
–Claro que sí, –me dice mientras toma una y se la mete en la boca– están muy ricas pero esta especie es muy difícil de encontrar, ¿puedo coger otra?
Le entrego todo el puñado y espero a que se las coma y le hagan efecto.
–¿Cómo me ve?
–Bastante nervioso, creo que debería usted calmarse antes de coger el coche.
El guarda responde sin dar síntomas de alteración. Yo me animo a poner mi cámara digital en sus manos y le pido que mire en la pantalla del visor.
–Son las fotos que acabo de tomar a un insolente que merodea por el bosque ¿Conoce usted a este hombre?
– Mire, amigo, con usted son ya varios los que nos muestran esas fotos, –sonríe devolviéndome la cámara– lo cierto es que, aunque nosotros aún no hemos podido encontrarlas, a alguien le ha dado por dejar figuritas de Papá Noel en las zonas más apartadas del bosque, puede que sean los estudiantes, en fin...creo que es una broma inocente.
Sin decir nada, activo el video del móvil y le muestro las imágenes en movimiento.
–Hay que ver como avanza la tecnología, –comenta, indiferente, el guarda– con ese móvil puede usted incluso animar las imágenes del muñequito.
Frustrado ante su incredulidad, miro la pantalla para ver al duendecillo de la Navidad saltando y haciendo burlas. Me resigno y, forzando una sonrisa, muevo la cabeza afirmativamente a la vez que algo me viene de pronto a la memoria y, consciente de que me toma por un chiflado, no me importa volver a preguntarle:
–¿Sabe usted que es el Zampabollos?
– Sí, el nombre de un restaurante que no está muy lejos de aquí.
–Y, ¿qué significa?
– Bueno, según cuentan algunos de los monitores que muestran el parque a los chicos, es el nombre de un duendecillo casero que habitaba en los fogones durante la vispera de Navidad. Cuentan que vivía en las casas de campo de estos alrededores y, que en Nochebuena, asustaba a los lugareños haciendo travesuras, sobre todo trepando por las ollas y los pucheros... es una leyenda del folclore autóctono de esta zona.”

Me despido del guarda forestal, pongo el coche en marcha y, preocupadopor lo que me pueda ocurrir esta noche, me prometo a mí mismo que haré todo lo posible para que los incrédulos lleguen a conocer la existencia de los duendecillos de la Navidad.



“La Bigota”
Benalmádena, diciembre de 2009.

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